Conocí a una niña de la comunidad Tierra Prometida, de Alcalde Díaz. Ella sólo tenía ocho años y, abiertamente, le decía a su mamá: "no quiero ir a la escuela".
La razón para ella parecía un secreto de confesión, pues no daba excusas. Algunas veces, se fugaba de la escuela; en otras ocasiones, escondía parte de su uniforme para no asistir.
Su madre, con mucho esfuerzo, salía a la calle a buscar qué comer; algunas veces planchando; otras, lavando en casas.
Y cuando la situación se ponía precaria, aquella madre miraba su patio y rogaba a Dios que los siembros dieran frutos cuanto antes. Estaba desesperada. La plata no alcanzaba y ya eran cinco hijos los que tenía que mantener, y los más pequeños eran mellizos que todavía estaban de brazos.
Su esposo trabajaba en ese entonces de seguridad, y los días de pago para él eran más de amarguras que de alegría. Los niños le pedían leche y las deudas también le cantaban al oído.
En su casa, sólo uno de sus hijos se mostró interesado en progresar. Aunque iba a la escuela con los zapatos rotos, el uniforme escolar era del año anterior y le faltaban algunos cuadernos, este abnegado estudiante quería surgir. No le importaba que se burlaran de su pobreza. Su dedicación por el estudio era su mejor carta de presentación.
A veces, no entendemos por qué tanta desunión en los hogares. ¿Qué familia estamos formando? Ya es hora de que todos pongamos de nuestra parte, para así encontrar una luz en el camino.
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