Tengo que confesar que en la redacción, con esta crisis los jefes estábamos preparados para lo peor. Creímos a pies juntillas el cuento de miedo que nos echó el gobierno, de que los obreros tenían armas ocultas (pistolas y bombas de fabricación colombiana, decían), y que su estrategia de lucha incluía el derramamiento de sangre y el terror.
Es que nos llegaban datos sobre entrenamiento a deshoras de la Policía en tácticas de guerra urbana; la compra de pertrechos; el movimiento de por lo menos medio millón de dólares de las cuentas de los sindicatos...
Al final, y por fortuna para el país, el asunto no pasó de las pedradas, el cierre de calles, y algunos vidrios rotos. Esos "guerreros marginales" que se salieron por la tangente y se pusieron a robar y a destrozar bienes privados y públicos no me parecieron parte de ningún plan de desestabilización a gran escala, si no peces fuera del agua que daban sus pataleos por pura gana de ensuciar el barco.
Lo que sí debe quedar claro es que el país no ganó. El PRD sigue creyendo que su ley es la mejor del mundo; los obreros (que sumaron a los médicos, enfermeras, docentes y abogados) no supieron vender sus planes; y los periodistas intentamos informar un poco lo que pasaba de un lado y del otro, pero pensando que vendía más y hubiese sido más entretenido si el cuento de miedo hubiera sido verdadero.
Todo esto me recuerda mucho a esos amigos que se divorciaron de manera ruidosa (con caras cortadas, portazos, ropa en media calle y enfrasque a puño en la corregiduría) mientras los hijos dejaban de funcionar en la escuela y empezaron a tener una vida dañada por el grito y la intolerancia.
El gobierno y las otras fuerzas civiles (incluyo a los periodistas) somos los padres. El panameño de a pie, el que se las verá a gatas para llegar a la quincena, es el hijo del grito...
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