Llovía a mares. Era casi mediodía y el río arterial de miles y miles de carros impedía avanzar más de siete pulgadas por minuto. Un diablo rojo hizo añicos un Toyotita ahí adelante. Pero yo había decidido que nada me alteraría, así que ignoré el asunto, tranquilo, en mi cabina presurizada, con Claudia de Colombia cantando al fondo, el aire acondicionado a media potencia y mirando llover. Me gusta el gris.
Entonces la vi. Más bien lo que vi fue la exuberante mata de pelo negro, como cola de cometa, cuando movió sensualmente la cabeza al abrir la tapa del motor del auto. Se le había dañado el carro.
Para mi escándalo, nadie se bajó a ayudarla. Le pasaban al lado como si fuera un animal muerto, y eso me enfureció. "No te preocupes, mi reina, ya voy en tu auxilio", le dije en voz alta desde mi cabina, con la ilusión de que me oyera.
Pero cuando puse mi carro junto al de ella me di cuenta que era feísima. Ese no era un perfil, sino el contorno de un tanque de guerra, del que sobresalía repelente la nariz amenazante como un misil y una dentadura escabrosa enmarcada por un tupido bigote. Estaba empapada la cascada de pelo negro convertido en pantano tenebroso, y una facha de Tulivieja que me heló la sangre. Justo cuando pasé a su lado, los ojos muy juntos, draculescos, se clavaron en los míos y mi pie se negó a pisar el freno.
Aceleré como todos los demás para arrepentirme después. No fue eso lo que me enseñaron en los niños exploradores. Por eso di vuelta a la cuadra, debajo del diluvio que caía, para volver a la lerda fila de carros, que cual serpiente de latón herida de muerte se negaba a moverse.
Cuando llegué a la curva, quince minutos después, no estaba. Ni ella ni el auto. Y empezó a crecerme en el alma la hierba venenosa de esta vergüenza. Afuera, seguía lloviendo a mares. Y empezó a llover en mí.
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