Hay un período en el que los padres quedamos huérfanos de nuestros hijos; es que ellos crecen independientemente de nosotros.
Pero NO crecen todos los días; crecen de repente. Un día, se sientan cerca de vos y con increíble naturalidad, te dicen cualquier cosa que te indica que esa criatura, hasta ayer en pañales y pasitos inseguros..., creció.
¿Cuándo creció que no lo percibiste?
Crecieron en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil.
Ahora estás ahí, en la puerta de la disco, esperando ansioso, no sólo que no crezca, sino que aparezca... Allí están muchos padres al volante, esperando que salgan zumbando sobre patines, con sus pelos largos y sueltos. Y allí están nuestros hijos, entre hamburguesas y gaseosas; en las esquinas, con el uniforme de su generación y sus incómodas mochilas en la espalda. Y aquí estamos nosotros, con el pelo cano...
Pasó el tiempo del piano, el fútbol, el ballet, la natación... Salieron del asiento de atrás y pasaron al volante de sus propias vidas.
Algunos, deberíamos haber ido más junto a su cama, a la noche, para oír su alma respirando conversaciones y confidencias entre las sábanas de la infancia, pero crecieron sin que agotáramos con ellos todo nuestro afecto.
Después llegó el tiempo en que viajar con los padres se transformó en esfuerzo y sufrimiento: no podían dejar a sus amigos y a sus primeros amores. Y quedamos los padres exiliados de los hijos..., pero el secreto es esperar, aunque parezca que sólo aprendemos a vivir cuando la vida se nos pasó.
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