Hace unos 20 años, me quedé sin trabajo, con un hijo que mantener, un colegio que pagar, una renta que pesaba como lastre y dos bocas que necesitaban alimentarse.
Fue difícil el día después. Acostumbrada a levantarme para ir a trabajar, de sopetón me vi en la mañana sin tener un motivo para salir ni un puesto que ocupar. Me sentía inútil, devaluada como una moneda, y con miedo ante una situación que se vislumbraba tétrica.
Fueron meses muy difíciles y me pasó de todo. El desempleo me hizo valorar más a mis amigos verdaderos y darme cuenta de quiénes no lo eran tanto.
Pero más allá de eso, descubrí que hay quienes hacen el bien sin mirar a quién.
Yo participaba en el grupo de la Divina Misericordia. Muchos de sus integrantes sabían mi situación y me tendieron la mano. Yo, acostumbrada a laborar en una oficina donde era subjefe, quedé vendiendo hojaldas, ropa de niños, carteras, zapatos, jugos de fruta y correas. Aun así, a veces no tenía un céntimo.
Un día, verdaderamente no tenía nada. No sabía qué hacer y, de repente, alguien tocó mi puerta. Era una de las integrantes del grupo, la más necesitada económicamente hablando, quien me traía una bolsa con papas, cebollas, arroz y tuna. Su esposo le había comprado comida y ella la compartió conmigo.
Yo la miré y puedo jurar que sentí a Dios tomarme de la mano. Ella ni siquiera entró, simplemente me entregó la bolsa, me dijo unas cuantas palabras y se fue.
Hoy ya no está entre nosotros. Murió de cáncer, pero estoy segura de que así como un día fue un ángel en la Tierra, ahora lo es en el cielo.
Ella me dejó una gran enseñanza, que quiero compartir con ustedes, amigos lectores: Nunca se es tan pobre como para no tener nada que dar, ni tan rico como para no recibir.
Con el tiempo volví a trabajar, me mudé y nunca más la vi, pero cuando alguien necesita ayuda, invariablemente la recuerdo, y hasta me parece verla tendiendo su mano amiga que nunca estuvo vacía, porque siempre tuvo algo que dar, y lo sigue haciendo aun más allá de este mundo.