Este hombre era un cuentero escritor y también un cuentero en su vida: un mentiroso.

En la mañana, su mente ideaba distintas historias, las que escribiría y las que viviría. Las que escribía encantaban, las que vivía dañaban. Las personas nunca sabían con qué se encontrarían, no sabían dónde comenzaba su verdad o su mentira. Tomaba para sí cientos de personalidades, todo era inventos, adornados con maravillosas palabras que desgranaba en los oídos de los que lo escuchaban, encantándolos hasta que, con una historia nueva, los destrozaba.

Su oficio más conocido era el de “enamorador de mujeres solitarias”, a las que prendía fácilmente con sus lisonjas.

Cuando tuvo la oportunidad de acceder a Internet, esta herramienta llegó en un momento justo para él, ya que la vida real lo estaba relegando, las personas reales ya lo esquivaban, las mujeres se sonreían con lástima ante sus avances, se estaba quedando solo. Así que en ese preciso momento encontró otra vez dónde expresar sus engañosas palabras y, para su maravilla, el número de sus víctimas se confundió con el infinito.

Lo que no sabía era que había ingresado en un mundo donde sus clones pululaban frenéticamente esperando a sus propias víctimas; para cuando se dio cuenta, ya era tarde, estaba tan enredado en sus propias historias que no volvió a encontrar ningún atisbo de realidad a su alrededor, y como corolario de terror un día emergió la cabeza de un monstruo por la pantalla y lo devoró, no sin que antes reconociera en él su propio rostro.