La mujer parecía "de vuelta de todo". Proyectaba un dejo de arrogancia, combinado con algo de ignorancia. ¿Parece una rara combinación? Sí y no.
Viajaba yo en un bus desde Penonomé, hace unos 10 años, pero jamás he olvidado aquel episodio. Al lado mío, viajaba aquella mujer, y detrás, una joven con la que conversaba de manera muy amigable sobre la fiesta de la que regresaban.
Tenía que voltear la cabeza para poder verle el rostro a su amiga. Yo escuchaba en silencio, pero con atención, la conversación ajena.
De repente, ya llegando a La Chorrera, acentuando su porte de "estoy de vuelta de todo y nadie me importa en la vida", la mujer le contó a su amiga que dentro de poco pasarían muy cerca de la casa de sus hijos, que, según dijo, vivían con su papá y su abuela. "Mejor que vivan con él, porque yo vivo mi vida y así nadie me molesta".
Al oír esto, di un respingo involuntario. Soy madre y con un día que no veo a mis hijos, me siento morir.
Siguió habla que habla, movía la cabeza y la boca al mejor estilo "racataca". Ya a la altura de Bique, en Arraiján, desde la autopista, giró su cabeza y miró a través del vidrio de la ventana, hacia su izquierda. Parecía que deseaba traspasarlo.
"Mira, es allí... mira, allá va Iván", le dijo a su amiga. Y en ese instante, su expresión cambió, su arrogancia desapareció y bajó la cabeza, tratando de que su compañera no viera su rostro bañado en lágrimas, mientras el dolor despedazaba su alma.
¿Y ésta no es la que está de vuelta de todo?, pensé. Yo la miraba, ya sin disimulo, con lástima, porque allá, en lo más recóndito de ese corazón, había una madre oculta, con una pesada carga de errores a cuestas, sabiendo ya que nada le devolvería a sus hijos; pero, en lugar de demostrarlo, se escondía cual tortuga tras una coraza de "y a mí qué me importa".
¿Cuántas hay así en mi Panamá? Ojalá que muy pocas.
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