Ese día que nos perdimos monte adentro en el Cerro La Cruz, y dimos vueltas y vueltas por caminos que nos llevaban siempre al mismo punto, comprendí lo que es el miedo paralizante y lo sentí crecer, duro y puntiagudo como una roca de mar en la boca del estómago.
Pienso que igual debe sentirse aquel a quien un barco deje tirado en alta mar, con el agua fría hasta el cuello, imaginándose los tiburones, añorando los tiempos seguros en tierra firme, moviendo brazos y piernas para no hundirse... llorando.
Pero en el caso de Cerro La Cruz, lo que más terror provocaba es que no había horizontes, que en el mar abundan. Después de cinco, siete, nueve (¡cientos de miles de horas!), siempre volvíamos al mismo punto: aquel cruce de senderos chuecos, con sus tétricos árboles que parecían humanos, poca luz que caía a chorritos desde la techumbre de hojas negras, la misma rama tirada a un lado, el mismo riachuelo burlón mirándonos pasar de nuevo, siempre hacia ningún lado...
Pero bueno, al fin nos encontraron los jefes scouts, quienes nos castigaron durante todo el fin de semana de campamento (tuvimos que fregar todos los platos de la bolita del mundo amén), y ahora que somos grandes el recuerdo es uno de los tantos chistes de sobremesa que tenemos cuando nos reencontramos.
Me pareció buena idea convocar este pedacito del pasado, porque motivos de risa es lo que menos tenemos.
Hablo por mí: después de 20 años de trabajo continuo, dos carreras universitarias, un libro editado y otros dos en camino, me doy cuenta de que de enero a la fecha, las nuevas leyes me han hecho volver al cruce de caminos donde empecé mi vida adulta. Siento que tengo que empezar de nuevo, casi de cero. Es como caminar en círculos... con el agua al cuello... con miedo. ¡Ojalá pronto aparezcan los jefes scouts!
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