El sábado, mi hija comenzó el curso preparatorio para su examen de ingreso a la universidad. Ella está en sexto año (hoy duodécimo grado).
Se levantó muy temprano para ir a la "U". Yo sabía que se estaba bañando y que se iría en bus, pero un gusanillo en el corazón me empujó a ofrecerme a llevarla. Ella, no de muy buena gana, me aceptó el ofrecimiento.
Cuando llegamos a la Facultad de Ciencias Naturales se bajó del auto, me dio un beso y me dijo ¡chao!
Yo quedé como en shock. Me dio una cosita, sí, una cosita en el corazón que no puedo explicar. Como en un sueño muy rápido, su corta vida me pasó por la cabeza mientras la miraba alejarse.
De repente "se me vino el alma al cuerpo" y pensé que ya le había llegado la hora de desplegar sus alas y alzar el vuelo hacia la ruta que ella ya decidió seguir.
¡Dios mío!, pensé, si hace tan poco el doctor la sacó de mi vientre, me la puso en el pecho y yo le limpiaba la carita para poder verla bien.
Sentí que mi niña se ha convertido, de la noche a la mañana, en una joven decidida a buscar su propio destino, a luchar con sus propias armas y a alcanzar sus metas porque ya está preparada para volar muy alto, fuera del nido protector de papá y mamá.
Aún debe graduarse de secundaria, pero no dudo de que lo logrará.
Entretanto, yo, me veo como toda madre que sabe que hemos trabajado durante años para ver un día como éste, cuando nuestros hijos se defienden por sí solos con las armas que nosotros, en el hogar, junto con nuestros esposos, les hemos provisto para enfrentar un futuro que, sin embargo, llegó demasiado rápido.
