Si hay un punto de ebullición máxima en la ciudad de David, ese es una de las equinas de supermercados Romero, frente al parque Cervantes.
Allí confluyen compradores y vendedores de billetes de lotería, canillitas, turistas, parroquianos, clientes del supermercado, taxistas, jubilados y un largo etcétera.
Y justo ahí estuve la semana que pasó. Acompañaba a mi tía a cobrar su cheque de jubilación, cuando me dio por pasar a saludar a la madre de una amiga que murió hace unos años. Ella es billetera, pero no estaba en ese momento en su puesto.
Me detuve un instante a observar el panorama. Algo me eclipsaba y me fascinaba al mismo tiempo.
Comencé a observar a esos héroes anónimos que nunca están en las portadas de los periódicos, a menos que, ni Dios quiera, pasen a formar parte de la crónica roja.
Pensé, de repente, qué injusta es la vida. De ellos nadie habla, y fue entonces cuando comenzó a conversar conmigo nada menos que una de las canillitas que vende este periódico, la señora Julia.
Ella, y una billetera llamada Mimi, me impresionaron por el empeño con que ejecutan su labor y el entusiasmo con que hablan de su trabajo.
Se les notaba la alegría de vivir y esa inocencia de la gente sana, que aporta su esfuerzo para que el país progrese.
Quizás nadie les haga una entrevista para la televisión, para la radio o para el periódico, porque ni son personajes políticos ni gente “popof” que de finanzas se las saben todas.
Ellas son personas sencillas que, de buena gana salen a trabajar día a día para empujar las ruedas del progreso desde su humilde e inadvertida posición.
Allá, en esa esquina tan movida de los alrededores del parque, las dejé trabajando, luchando. ¡Cuanta riqueza de espíritu observé en esas dos mujeres! Me regresé a la capital pensando que mientras haya héroes anónimos como ellas, el resto de los panameños estaremos tranquilos, porque la llama del esfuerzo y el trabajo honrado no se apagará.