Creo que es Mario Benedetti quien en uno de sus más recientes poemas afirma que no fue nada bueno el siglo XX: Hitler, Somoza, Reagan, Fidel (a este lo colé yo... especulando), Bosnia, narcotráfico..., SIDA.
Agrega mi amigo David Robinson que el veinte fue el siglo de las grandes soledades.
Estoy seguro de que Benedetti y Robinson no construyeron estas ideas a vuelapluma, por ver los rasgos oscuros de los años mil novecientos nada más. Por algo Dios (ellos dirán: "si es que existe") nos premió con sus talentos, y nos permite hoy leer sus divagaciones, que nacieron a la sombra de estos cien años de inventos, poesía y viajes espaciales.
Yo me paro en seco al pensarlo y concluyo en que fue el siglo de la minifalda, ese símbolo de la ligereza y el desenfado, del "no me importa" y la superficialidad en la que todos vivimos.
Exquisita. Transgresora. La no-ropa. Es la prenda que desviste y nos pinta de cuerpo entero a los hombres y mujeres de hoy en día. Somos como esas jóvenes chiquillas (aunque también las usan algunas a quienes los años ya le pasaron la navaja por el cuello) que se meten en aquellos pedacitos de tela y salen a la calle sin rubores en la cara, bamboleando la vida, mostrando esto y aquello sin la menor cautela, al subir o bajar del autobús, al sentarse en la oficina, al agacharse para recoger la moneda que se le cae en plena avenida, a la hora de más tráfico.
No es que no me guste mirarlas: las amo. Para nada pretendo que crean que mientras los otros se relamen al ver una de estas chicas piernudas, yo me pongo filósofo. Por el contrario, soy de esos con capacidad de hule en el cuello, para voltear más de lo necesario cuando aparecen aquellos ángeles sin túnica en la calle.
Pero no me puedo quedar en el aplauso. Mi condición de periodista me obliga a ver más allá (de la situación, no bajo la diminuta prenda) y me doy cuenta de que su aparición fue un síntoma y no una consecuencia de la moda.
Es el mundo, señoras y señores, el mundo en minifalda. Donde todo es tan poco profundo: la música no es música, el matrimonio no es amor, los hijos no son familia, los amigos tampoco, ver el paisaje no importa, ¡la velocidad sí... qué viva!, leer un libro ya no gusta, mejor que nos cuenten todo en dos horas de cine.
Estamos navegando las aguas turbias del no ser, y lo hacemos en minifalda.
Sí, el siglo XX nos dejó esta prenda riquísima y, con ella, toda una religión de sexo, disimulo y culto por lo efímero.
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