El niño del violín

Eduardo Soto | Director, DIAaDIA

Cuando mis hermanitos y yo llegamos a la escuela, ya sabíamos que "fulano", del segundo año tal, se había ahorcado.

Mi papá, periodista al fin, no me despertó con el beso en la frente de todos los días, sino con esa noticia macabra (que él sabía desde la noche anterior cuando lo llamaron a la sala de redacción para decirle que tenían los datos). Me abrazó con cariño, me puso el anuario del colegio en el regazo y, con calma estudiada, me dijo: "Hija, mira esa foto (era "fulano", reído, con sus trece años a cuestas, al lado de mi amiga Mónica)... se suicidó... (yo no podía cerrar la boca del susto)... con eso te vas a encontrar cuando vayas a la escuela".

Y así fue. Un silencio de largas manos tocaba todos los pasillos, los salones, los tableros y hasta las caras de mis compañeritas, quienes no sabían cuál de los tres pela’os, esos que viven en el mismo barrio, era el muerto.

Yo sí sabía, y les dije: "fulano"..., el del violín. Era el único violinista del coro de la escuela, porque la otra que lo tocaba se había graduado y ya estudia en la universidad.

Ese día no hubo clases. Todos los profesores usaron sus horas para hablarnos de él, de la importancia de que no nos quedemos callados y que debíamos mejorar la comunicación con nuestros padres. Algunos de los "profes", con las lágrimas trancándoles la garganta, nos pusieron a rezar y encendimos velas en el pasillo para iluminarnos el luto.

Durante los cambios de hora, que siempre son un estruendo de gritos y correderas, ese día reinó el silencio. Tanto, que se podía oír el zumbido de la fuente de agua, donde fulano siempre se paraba a beber un poco. De eso hablaré en la carta que tenemos que hacerles a los papás de "fulano", para contarles todas las cosas buenas que él tenía. Y diré lo mucho que lo extrañaremos en su propia misa en la que, esta vez, no se oirá su violín.

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