El caso de la niña hallada en Ecuador y que hizo pensar a los panameños que se trababa de Mónica Serrano, nos dejó una gran lección.

Hoy voy a referirme al valor de la familia.

Hace unos días, mis hijos más pequeños, dos adolescentes, discutían como sólo ellos saben hacerlo.

Yo me disgusté muchísimo, aunque estoy consciente de que ese panorama se vive en todas las familias del mundo, especialmente cuando se trata con jovencitos de esas edades en que las hormonas están revueltas , cual remolino en el río Risacua.

"Mándelo unos días para el interior, para que no me moleste", me dijo mi niña sobre su hermano.

En ese momento, pese al enojo, estuve a punto de reírme, aunque no le dije nada.

Sí, me causó gracia esa salida de mi hija porque cuando ella llega a la casa, lo primero que hace es preguntar por su hermano si no lo ve cerca.

Lo mismo hace el hermano si no la ve a ella. Es más, el mayor ya es un profesional y poco está en casa, pero el chateo ha sido una herramienta perfecta para mantenerse comunicados los tres.

Si yo viajo, mi hija no puede ni oír las canciones que ambas "destruimos" porque se pone nostálgica. Cuando llego al aeropuerto, me encanta verle los ojos a mi esposo, porque se le nota feliz, lo mismo que a mis hijos.

A lo que quiero llegar es a que cuando sabemos que contamos con una familia, los golpes, las tristezas y las angustias se dividen, pero se multiplica el amor, la confianza, el perdón y la esperanza.

Cuando pienso en aquella niña panameña, ahora en un albergue en Ecuador, no puedo menos que dar gracias por las peleas inocentes de mis hijos adolescentes, porque sé que ellos están creciendo en el seno de una familia, y eso les garantiza la confianza de sentirse amados y protegidos. Ojalá eso sea lo que le espere a aquella niña que me tocó ver sufrir en Guayaquil. Todo depende de las autoridades y de Dios, porque por muy imperfecta que sea una familia, siempre será el sostén emocional de todo ser humano.