Cuando era niño, conocí a un viejecito que cuidaba la entrada del colegio. Nos recibía a todos con una sonrisa de oreja a oreja, y siempre tenía algo que decirnos para que fuésemos mejores personas.
Fue él precisamente quien me enseñó lo más importante que aprendí en el colegio. Una vez, cuando me vio muy triste porque mis padres se estaban separando, me entregó en un arrugado papelito un poema que leyó en un libro antiguo.
Me levantó el ánimo y, desde entonces, guardo esos versos con gran cariño en un lugar especial de mis recuerdos importantes. El poema dice así:
A eso de caer y volver a levantarte, de fracasar y volver a comenzar, de seguir un camino y tener que torcerlo, de encontrar el dolor y tener que afrontarlo. A eso no le llames adversidad, llámale sabiduría.
A eso de sentir la mano de Dios y saberte impotente, de fijarte una meta y tener que seguir otra, de huir de una prueba y tener que encararla, de planear un vuelo y tener que recortarlo, de aspirar y no poder, de querer y no saber, de avanzar y no llegar.
A eso no le llames castigo, llámale enseñanza.
A eso de pasar juntos días radiantes, días felices y días tristes, días de soledad y días de compañía. A eso no le llames rutina, llámale experiencia.
A eso de que tus ojos miren y tus oídos oigan, tu cerebro funcione y tus manos trabajen, tu alma irradie, tu sensibilidad sienta y tu corazón ame. A todo eso, no le llames poder humano, llámale milagro divino...
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