Hace unos días, mi hija participó en un concurso de oratoria. Ganó en su colegio y luego le tocó competir con otros 12 estudiantes de diversas partes del país.
No ganó el primer lugar, pero la chispa de felicidad que vi en sus ojos, sólo por haber sido parte de una gran aventura, fue para mí motivo de alegría.
¿Saben qué? Una profesora me dijo que debía sentirme orgullosa de la hija que tengo, que se expresó muy bien y que su participación fue excelente.
Le agradezco a esa docente sus palabras, sin embargo, ya me sentía orgullosa sólo de saber que mi hija tenía la valentía de enfrentarse a un jurado y al público representando a su colegio. Esa es una carga muy pesada, pero que si se sabe llevar, constituye una gran lección de vida. Esa es la manera de educarse de forma integral, asumiendo retos y poniéndose metas para alcanzar.
Eso es lo que yo deseo para mis hijos, mis sobrinos y los jóvenes de mi país. De nada vale un promedio superior al 4.5, si únicamente el estudiante pasa su vida como ratón de biblioteca.
No importa si nuestros hijos pasan sus materias sin haber portado la cinta del cuadro de honor. Por supuesto, es bueno si lo hacen.
Pero es más valioso aquel estudiante que participa en las actividades extracurriculares, en el coro, en la banda, en los concursos, en los deportes, en los actos culturales, porque esa participación le fortalece el espíritu, lo pone a prueba y le proporciona enseñanzas que luego aplicará en su vida de adulto.
Mediante estas actividades, nuestros jóvenes salen de la burbuja de plástico que los protege, y se preparan para enfrentar la vida. Una vida en la que predominarán la competitividad, los retos, los concursos, el trabajo en equipo y la laboriosidad. Nosotros, los padres de familia, también tenemos un papel que jugar. Estimulemos a nuestros muchachos a que participen en cuanta actividad puedan, porque de ello depende que puedan salir airosos en
