Tenía yo unos seis años (hace poco), cuando una noche oscura, mi hermano, que era un bebé de meses, se enfermó de un dolor de oído, según se imaginó mi madre.
Mi papá estaba trabajando y mi mamá no tenía ninguna medicina para darle al niño. Fue entonces cuando recordó que mi difunta tía Teodora, tenía un supuesto remedio milagroso que curaría a mi hermanito.
Miró alrededor y ahí estaba yo. Temía devolverle la mirada, porque sabía que me mandaría adonde mi tía. Yo le tenía, y aún le tengo, terror a la oscuridad. Ni pensar en luminarias en los postes de las desvencijadas calles de mi barrio pobre de Chiriquí. La oscuridad era real.
Ni modo, a la madre no se le podía decir no, y armada con un foco de mano, caminé hacia la otra calle, doblando la esquina, sin mirar para ningún lado.
Llegué donde la tía y me dio un frasquito. Para regresar, debía pasar debajo de un inmenso árbol de mango, que arropaba de un lado a otro la calle de tierra. Caminaba con el corazón en la mano, cuando me dio por mirar hacia arriba. No sé lo que vi.
Cuarenta y un años después aún no lo sé. Lo que sí sé es que salí despavorida y cuando llegué a la casa no podía hablar.
Desde entonces, me da miedo pasar debajo de un árbol. Pero lo hago si tengo que hacerlo, porque el miedo sólo se supera enfrentándolo.
Antier, estando con un grupo de niños del sexto grado que estudiaban Grammar, recordé aquel árbol, porque veía en los estudiantes el miedo. Es una materia dura y es difícil enfrentarse a ese examen bimestral. Para ellos, esa prueba es como aquel árbol gigantesco de mis miedos, pero me alegró observarlos haciéndole frente a lo difícil, al temor al fracaso. Sé que saldrán bien librados, porque tomaron el toro del miedo por los cuernos y no huyeron, sino que lo enfrentaron. ¡Así se hace!
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