El de periodista es el mejor empleo del mundo. Me pagan por soñar. También por estar en primera fila, mientras ahí delante transcurren la vida y sus giros. Mi empleo consiste en embalsamar esa vida y esos sueños, usando el mejor invento que se le pudo ocurrir a los humanos: la palabra.
Y he aquí un sueño que tuve:
Era el fin del mundo. Fui el único periodista sobreviviente, así que me tocó cubrir la noticia. Salgo y hay un reguero de cerebros en la calle. Tomo fotos. Siento que ahí desparramados, entre los sesos ensangrentados, están los recuerdos, los miedos y los amores de muchos. Tomo más fotos; quiero atrapar una risa imaginada.
Busco a Dios para hacerle una entrevista. No me interesa preguntarle nada. ¿Para qué? Lo que quiero es la foto.
Los edificios están de pie, los pocos árboles que perdonamos también, los semáforos dan su luz sin razones, porque ningún carro se mueve. Dios no está.
Camino hacia la playa, impulsado por la creencia de que en el mar empezó todo hace diez mil millones de años, así que tal vez por ahí está Dios ahora que todo acaba. Ni rastro.
Pasaron muchas lunas y un día el cielo se ilumina. "Viene Dios", pienso. Pero no es él, es una nave espacial que tiene la extraña forma de una caja registradora. De ella brota una gruesa voz que dice:
"La Vía Láctea es una de las miles de galaxias existentes en la curvatura del universo. El Sol no es más que uno de los mil millones de estrellas, y a su alrededor pululan algunas pequeñísimas moléculas, en una de los cuales habitan parásitos, virus, que todo lo destruyen". ¿Eres Dios?, pregunto. De la extraña nave surge una risa fantasmal, mientras la voz me pregunta: ¿y tú quién eres? "El sobreviviente", gimo. "¡Ah!", dice la voz, y de la nave sale un gas (huele a Baygón) que me hace estallar los sesos. Antes de morirme, la cámara me apunta, y hace "click".
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