Cuando una persona muere en algún hospital público, una mano misteriosa levanta el teléfono y llama a su "contacto" de la funeraria para avisarle que hay un difunto fresco, esperando cajón. Por ese "soplo", el funcionario cobra la módica suma de veinticinco balboas.
Pero se da el caso de que a veces el paciente no ha terminado de morirse y ya se aparece el tipo de la funeraria, con su mueca de compungido y las manos cruzadas sobre el pecho, para hacer su ofrecimiento sombrío a los parientes. Quienes están en la labor de resucitación o luchando para que el desventurado no se les muera, se dan cuenta de que alguien (la enfermera, la auxiliar, el camillero, la secretaria, o el policía, o alguien más) llamó para avisarle a la gente del negocio mortuorio que había un infeliz haciendo fila para dejar de respirar.
Algo que llama la atención es que cuando la persona expira, a veces los de la funeraria entran en escena con el certificado de defunción firmado por un médico privado (quien también cobra por poner su nombre en el documento, sin haber visto el cadáver y sin tener la más remota idea de la causa de la muerte) y se lo venden a los deudos, a pesar que este papel es público, y es prohibido que lo tenga un particular. Por lo visto "alguien" lo está vendiendo a las funerarias y éstas, a su vez, "matan" dos pájaros de un tiro, porque aceleran el papeleo funesto, al tiempo que lo usan para subirle el precio a su producto, pues los tienen por remesas (¡todos firmados de antemano!) y los venden también por 25 balboas.
Entonces, a pesar de la terrible soledad que sentimos porque se nos ha muerto un pariente, también tenemos que aguantarnos a estos buitres, quienes aletean interrumpiéndole a uno el llanto, evitándonos la lágrima al mezclar su oferta macabara con el tufo clorofórmico del hospital.
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