Suelo dividir mis vacaciones para que coincidan con las de medio año y las de verano de mis hijos. La idea es brindarles calidad de tiempo en la medida de lo posible.

Como toda madre que trabaja, especialmente como periodista, la culpa me agobia por sentir que no les dedico el tiempo suficiente.

Ahora, cuando ya uno es adulto y los otros dos, adolescentes, debo decir que estar juntos no es tan fácil como cuando eran niños, porque los intereses y gustos que antes compartíamos ya no son los mismos.

A eso hay que agregar que los adolescentes no son personas muy fáciles de tratar que digamos, por tanto, la situación se torna tensa cuando de decidir qué hacer o a dónde ir juntos se trata.

¡Ah!, pero eso es relativamente fácil si lo comparamos con el tipo de música que cada uno desea escuchar en el carro. Yo, por supuesto, prefiero la balada, y si es de los años 70, mucho mejor.

Ellos prefieren el reggae, rock, reggaetón, heavy metal, y yo termino escuchando algo así como: prrrrrrrn, prrrrrrrrn, prrrrrrrrrrn, mientras los oídos me chillan y el corazón me salta al ritmo de esa "música".

¡Bajen el volumen o se bajan del carro!, termino gritando, mientras ellos ripostan quejándose de que casi no la oyen.

¿Para dónde vamos?, pregunto yo que, se supone, soy la que debe marcar el curso. Pero qué va, al final, mi autoridad queda reducida a un "okey" cuando ellos deciden el destino que quieren visitar.

¡Oigan!, se me olvidaba algo importante: ya no salen solos con mi esposo y conmigo. ¡No! Ahora hay que llevar a los amigos de cada uno, con el consiguiente estrés adicional y el gasto extra.

Pero, ¿saben qué? ¡Me encanta!, ¡lo disfruto!, ¡lo vivo a plenitud! En cada una de esas salidas me siento viva, amada, útil y rejuvenecida. Esos adolescentes difíciles me recuerdan que cada etapa de la vida tiene su encanto, y yo no pretendo perderme este momento de mi existencia por nada del mundo.