Hubo una vez, de tantas, que fallé como periodista y aún no me lo he perdonado.
Sucedió durante una gira a Kankintú, en la comarca Ngobe Buglé (ahora dicen que es Ngabe), en Bocas del Toro.
Allí conocí a una persona que me impresionó de tal modo, que me hizo sentir como aquel soldado que introdujo la espada en el costado de Jesús cuando estaba en la cruz. Así de miserable y poca cosa.
Era un sacerdote. Joven, agradable, sencillo y humilde como el que más.
Yo lo veía ir y venir, de aquí para allá y de allá para acá. Se preocupaba de los detalles, de los niños de la escuela con sus pies descalzos, de las mujeres artesanas, de la pobreza extrema de los pobladores y de que la misa se oficiara en español y en la lengua ngobe.
Yo lo miraba, sobre todo a sus pies. Siempre iba descalzo, ya sea montaña arriba, en la iglesia o en la casa de los sacerdotes. Me preguntaba si no tendría zapatos, o aunque sea unas sandalias, como las de Jesús. Pero no me animaba a preguntarle a él, pese a que mi profesión se basa en las preguntas.
Pasaron los días de convivencia con niños desnutridos y pies descalzos, con médicos sin fronteras, con sacerdotes, con voluntarias de Nutre Hogar, con artesanas, en fin, con la gente noble y sencilla de Kankintú. Pero yo no llegué a preguntarle al joven padre el porqué de sus pies descalzos.
La mañana de mi partida de ese pueblito inolvidable, monjas, dirigentes y sacerdotes nos fueron a despedir a la orilla del río donde tomaríamos el bote de regreso.
Fue entonces cuando, de sopetón, antes de que me arrepintiera de lo que consideraba una invasión a su privacidad, le pregunté al padrecito por qué nunca lo vi con zapatos.
Su respuesta me dejó boquiabierta de admiración y de profundo respeto: "Yo usaré zapatos el día en que todos los niños de Kankintú puedan calzarse un par". Santo varón este hombre, pensé, al tiempo que dejé ir de mis manos una tremenda historia.