"El que no toma sopa no va para el río", esta frase generaba en mí una lucha interna entre mis ganas de ir y el preferir quedarme en casa para no tomarme el plato de sopa, y peor si era de pescado, pero finalmente, daba mi brazo a torcer. ¡Terminé! Decía entre emoción y alivio por habérmela tomado "toda", pues debo admitir que al igual que mis primos y hermana, lo hacíamos con la ayuda de los gatos que se ponían debajo de la mesa o de los perros que no se despegaban de la puerta para esperar una ración.
"Bien", decía el bisabuelo Agustín, luego de certificar que de verdad habíamos comido. "Vaya y friegue el plato pues", agregaba mi mamá o alguna de las tías. ¿Y me puedo poner el vestido de baño? "Sí".
En un abrir y cerrar de ojos ya todos estábamos listos, en fila de indio salíamos de la casa hacia el río, ese donde muchos aprendimos a nadar.
"Todavía no se pueden meter, están sofocados y les hace daño", impacientes esperábamos afuera hasta que nos dieran el "go". De allí sólo salíamos para comer algún mango, caña o burundanga que habíamos comprado antes.
Pero cuando ya nada parecía interrumpir nuestra felicidad: "Vayan saliendo que es tarde y hay que poner la cena".
Desganados íbamos saliendo, caminando a paso lento y llenos de arena en medio del cañaveral del tío Natalio, quien junto a la tía Julia (q.e.p.d) nos esperaba con un poco de guarapo de caña y melcocha de raspadura. Pero, sobre todo, rogábamos que fuera el día siguiente para disfrutar de nuestras vacaciones en el río Antón, lástima que primero teníamos que volver a pelear con el plato de sopa...