Ana siempre se consideró muy bendecida. Desde pequeña, sus padres le dieron todo lo que pudieron y más, a pesar de que era una familia numerosa. Siempre pensó que Dios era muy bueno con ella y que en algún momento vendrían las pruebas.
Pese a esto, se hizo una profesional, luchó por sus ideales. En aquel tiempo conoció el amor. Al menos, lo que ella pensaba que era el amor, y no es que no supiera lo que es, pues tuvo varios novios que bien la trataron, pero que con el tiempo y por la inmadurez de su corazón nunca llegaron a llenar su corazón.
Conoció a Octavio, al principio un amigo, un poco inmaduro y con una vida diferente a la de ella. Aun así, empezaron un noviazgo, que desde el principio tuvo señales de que sería difícil.
Pasaron los años y entre altas y bajas permanecían juntos. La crisis de la relación coincidió con un inesperado embarazo. Se separaron, él estaba con otra.
Todos los días Ana lloraba, en su trabajo hacía ver que todo estaba bien, en su casa también: sus padres no podían darse cuenta de que aquel hombre que tanto habían criticado la había abandonado. Sufría, sufría, porque en su vientre Octavio había dejado su semilla y se había ido. Cuando la criatura nació, Octavio se enamoró, era lógico, era su sangre. Se dieron una oportunidad para darle un hogar al bebé, pero no resultaba, era difícil estar con esa persona que tanto daño le había hecho. Es así que buscaron ayuda en el Señor, oraron y sintieron paz. Hoy tienen una linda familia, dejaron atrás viejos sentimientos y saben afrontar los problemas como lo que son: una pareja.
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