"Lo leo siempre, nunca deje de hacer lo que hace. Su sarcasmo es exquisito y está diciendo todo lo que muchos quieren decir y no tienen la oportunidad. Es un honor que crean que soy yo quién escribe esta columna". Cuando el 23 de marzo de 2009 recibí estas palabras, literalmente temblé porque venían de un profesor al que respeté profundamente y al que admiré más: Agustín Del Rosario.
Este correo lo tengo guardado como un tesoro porque a diferencia de mis críticos de oficio, el profesor Del Rosario era un maestro de esos que están escasos. Su opinión pesaba. Leerlo era un deleite y escucharlo en clases más. Que me leyera el mejor y más exigente profesor de periodismo de este país, era un honor para mí.
Nuestros intercambios de correos electrónicos siempre fueron con mucho respeto y hasta reverencia de mí hacia él porque sabía que estaba intercambiando opiniones con un maestro de verdad, al que con solo leerle se le aprendía. El profesor Del Rosario sufría de ver a muchos de los que pasaron por sus aulas hacer el ridículo en televisión. Sufría por ver, según sus propias palabras, como varios de sus alumnos "denigraban la profesión de periodista para convertirse en payasos y títeres del mal periodismo...sufro por ver "como mis ex alumnos no se respetan a ellos mismos al dar la cara por semejante disparate noticioso".
Cuando opinaba de los shows de televisión, con su perfectamente desarrollado olfato periodístico, tenía las palabras exactas para describir a cada uno de los proyectos al aire. Reconocía capacidad en muchos de sus ex alumnos, pero creía que el medio de la televisión los había absorbido o, como me escribía, contaminado.
El profesor Del Rosario, con su abanico en mano, hacía sufrir en su aula a los mediocres. Hacía esforzarse a los que aspiraban a ser buenos y les imponía retos a los que sabía eran excelentes. Detestaba la mediocridad y el mal gusto. Aspiraba a la excelencia periodística y al desarrollo del intelecto.
Su partida deja un gran vacío porque su pluma no es comparable y mucho menos repetible. Tenía como ley de vida el defender el sagrado derecho a emitir una opinión y así se lo transmitió en sus clases a muchos de los que hoy hacen televisión y que lamentablemente han olvidado la importancia de ese derecho. Lamentó que a los que les inculcó la importancia de una opinión hoy no tengan la capacidad de asimilarla ni respetarla y la ataquen cual verdugos disfrazados de comunicadores.
Decir Agustín Del Rosario era decir amor al arte y la cultura, a la buena televisión, a la buena radio, al buen periódico, al análisis, a la intelectualidad, a la pasión por lo que se cree, a la defensa de la opinión y un profundo amor al buen periodismo responsable y ético.
Quien niegue que el profesor Agustín Del Rosario deja un hueco enorme en las escuelas de periodismo y rechace aspirar a tener medios libres y con contenidos buenos, es porque, o no sabe de periodismo o no fue alumno del profesor o simplemente es un mediocre. Agustín Del Rosario, simplemente, ¡el gran maestro!