Hace días me tocó escuchar dos conversaciones que me llamaron mucho la atención. La primera se dio en una estación de policías mientras esperaba que llegara "un caso".
Un hombre, a quien no le pude ver el rostro, conversaba con otro detenido; él, con orgullo, le explicaba que ya había estado en al menos tres pabellones de La Joya y de La Joyita, le decía que incluso una vez casi lo matan, mediante un pleito.
En medio de palabrotas vociferaba que la vida allí era de lo peor, pero afuera sólo le importaba su mamá, pues ella era la única que valía. El otro fue detenido porque tenía pendiente una condena de 20 años de prisión por un homicidio. Con voz baja, llamó a su madre, le pidió que le acomodara una ropa en la maleta, porque "debía viajar".
Lo que más me sorprende es que ambos hablaban de la cárcel como algo tan normal, como alguien que simplemente va a estar fuera de casa unos días.
¿Es que, acaso no son conscientes de dónde van? ¿No asimilan que no podrán salir de allí durante años, que sus familias están afuera rezando para que nada malo les pase allá adentro? O, quizás estoy equivocada y esa actitud era porque asumían con madurez su culpa.
No hay duda de que para ambos, sus madres son lo principal, pero, ¿por qué las hacen sufrir cometiendo delitos?
Sólo ellos sabrán en qué ambiente crecieron y cuáles fueron las causas que los llevaron a tener una vida delictiva.
Lo cierto es que esa vida no paga, pues si al final sacan un cálculo del tiempo en libertad y del tiempo en prisión, ¿qué les queda? Eso no es vida, señores...