Por aquellos días no entendí del todo la cara de tribulación de mi madre cuando vio mi boletín. Eran los tiempos azarosos de mis diecisiete años, cuando no se es ni niño ni adulto, y la vida se me presentaba como algo trivial que iba a durar para siempre, que consistía en levantarse en las mañanas, tocar un poco de guitarra, llamar a la novia, ir para la escuela y en media clase de álgebra ponerme a escribir poemas, volver al caserón de San Felipe, comer y comer para, veinticuatro horas después, darle otra vuelta a la rueda feliz de esta sabrosa rutina.
Así era todo hasta el sábado, cuando me iba con los scouts de excursión bajo la lluvia y hacíamos una fogata sin humo en medio de la selva canalera.
Por supuesto que fracasé en las materias más odiosas, aquellas que me siguen pareciendo ciencias ocultas: física, química y trigonometría.
Mi madre estaba como si se le hubiera muerto el hijo. Lloraba con nada. Andaba callada y sombría. De luto. Se quedó muda por una semana y me hablaba sólo cuando era estrictamente necesario. Se iba para el trabajo de mala gana y volvía de madrugada, cansada... tristona... sola.
No entendí el asunto hasta la semana pasada, cuando el destino me puso una mano negra y pesada en el hombro.
No voy a dar detalles de lo que vi en esos boletines. Debo cumplir una promesa de silencio que hice con algunos de mis hijos quienes me aseguraron, como alguna vez prometí yo, que se levantarían del hoyo pedregoso donde han ido a parar.
El asunto es que ahora entiendo la fatiga de mamá, su hondo dolor, el desgano que la embargó después de tanto trabajar y ver que su muchacho le pagaba con números rojos en la tarjeta escolar. Ojalá que hoy, mientras sigo tratando de enmendar esa falta, ella esté orgullosa como algún día quiero estarlo yo.
|