Cuando yo era chico, me encantaban los circos. Me gustaban los animales, especialmente los elefantes. Esa enorme bestia hacía un despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal; pero después de su actuación, el elefante quedaba sujeto a una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo pedazo de madera enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa, era obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de tajo con su propia fuerza, arrancara la estaca y huyera.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene, entonces? ¿Por qué no huye?
Siempre tuve esa inquietud y no me quedé tranquilo hasta saber qué sucedía.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Hasta que alguien me dijo: "El elefante del circo no escapa, porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño.
Seguramente, en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. Supongo que por más intentos que hizo no logró soltarse hasta que se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso no escapa, porque cree que no puede. Y lo peor es que jamás lo ha vuelto a intentar".
Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Grabamos en nuestro recuerdo "no puedo... no puedo y nunca podré", perdiendo una de las mayores bendiciones con que puede contar un ser humano: La fe.
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