Allá por los años 42, contaba yo con 19 años de edad. Estudiaba para piloto de la Marina Mercante Española, al mismo tiempo aprovechaba los meses de verano para sacar algunas pesetillas en el oficio de cartero. Me tocó repartir la correspondencia en el barrio de Deusto.
Cierto día, llevé unas cartas a las monjas pasionistas. La religiosa que me atendió, agradecida, me obsequió un Escapulario de la Virgen del Carmen con las previstas recomendaciones de protección mariana. Lo cierto es que me puse, sin más, el Escapulario de las monjitas.
Tras las vacaciones volvía a la tarea náutica. Un día nos dijeron que quienes no sabíamos nadar aprendiéramos por nuestra cuenta. Elegí una fecha: el 1° de Agosto, hora: 4:00 de la tarde. Anuncié a mi tía la intención de irme a nadar. Ella no se opuso. Al llegar al lugar elegido, comprobé que nadie me vigilara para evitar burlas. Sin más demoras, me quité la ropa y me eché al agua... ¡Oh imprudencia mía! no conseguí sacar la cabeza para respirar después del chapuzón.
Por fin, surgió una lucecita de último instante: que llevaba el escapulario. Eché mano al pecho y lo agarré como tabla de salvación. Inmediatamente se produjo un echo insólito: aparecí afuera. Exhausto. Di gracias a Dios y a la Virgen de todo corazón por tan oportuna ayuda.
¿Qué hice entonces? Confirmarme sobre la eficacia del Santo Escapulario: no solamente salva el alma, sino también el cuerpo cuando peligra el alma. Y a modo de agradecimiento, desde entonces, no abandono ni el Escapulario ni el Rosario diario.
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