Coparropa

Redacción | DIAaDIA

La conocí en un ascensor del Hotel Roma, a mitad de los años noventa. Todavía era una quinceañera lasallista, y estaba por ahí con su madre Lupe visitando a uno de los psicólogos extranjeros que la han ayudado a lo largo de su carrera a lidiar con el enorme peso que representaba, y todavía representa, ser Eileen Coparropa.

Si tuviera que usar una palabra para describir a la niña que estaba frente a mí esa vez, recurriría a esa que los muchachos usan mucho hoy en día para decir que algo está bien, en su sitio, sin arrugas ni problemas, común y corriente..., sin sobresaltos: diría que en aquella ocasión en el ascensor, Eileen se veía "normal".

Después de ese día volvió a su pileta e hizo maravillas. Vinieron las olimpiadas del 96, donde se dio a conocer como una de las grandes promesas, y después todos los eventos que la convirtieron en una heroína.

Pero algo ocurrió en el camino, que me hizo caer en una trampa de percepción. La niña creció, se fue becada a una universidad en Estados Unidos, y sus marcas empezaron a tambalearse. Creí, como muchos, que Coparropa había decidido aprovechar la oportunidad que el deporte le había dado, y se dedicó mejor a los estudios. Era más seguro labrarse un futuro en el laberíntico mundo del mercadeo, que nadar contra la corriente en un país donde el apoyo a los atletas es una utopía.

Así fue, empecé a creer que la niña no estaba interesada en hacerlo mejor cada vez, y me imaginé que su asistencia a estas olimpiadas, tal vez la última en su carrera, era puro protocolo.

Me equivoqué. Como muchos. Esta chiquilla de acero se lanzó al agua en la prueba de los 50 metros libres, y se venció a sí misma. Me dejó con la boca abierta y el corazón acelerado cuando pasó a semifinales, y aún sigo orgulloso de tenerla a ella como paisana.

Me pregunto cómo lo logró. Cómo, después de hacer tiempos tan bajos, pudo ahora batir su propia marca y nadar esa distancia como nunca antes lo había hecho, convirtiéndose en una de las 13 mejores del mundo. De dónde sacó la fe, las ganas, el valor.

Creo que la respuesta la tiene Pedro, su padre, quien le envió desde Panamá un mensaje con la voz rota. Le dijo que estaba orgulloso, que la quería, que era grandiosa su proeza, lo oí sollozar y se me partió el corazón, porque entendí que cuando ella se lanzó al agua, no lo hizo sola. Lupe y Pedro estaban ahí.

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