Éramos cuatro hermanos, papá y mamá. Vivíamos en la ladera de una montaña.
Una noche sentimos que sobre el techo de nuestra casa caían trozos de hielo, señal de que se avecinaba una avalancha. Por seguridad, abandonamos la casa y nos trasladamos a la casa de mi tío, a unos 10 kilómetros de distancia.
Era medianoche. Todos íbamos arropados en el trineo, mi padre lo guiaba.
De pronto sentimos que nos perseguía una manada de lobos salvajes, que si nos atacaban, moriríamos de frío o de las heridas. Mi padre tenía que tomar una pronta decisión.
Si él se enfrentaba a los lobos, moriría y no habría quién guiara el trineo. Había que decidir quién iba al sacrificio para entretenerlos mientras el resto de la familia escapaba.
El menor de mis hermanos, no. Mi hermanito José, que era mongolito, menos, porque era el más protegido de la casa. Mi hermanita Julia, por ser mujer, nunca. Yo, por ser el mayor y los ojos de mi mamá, jamás.
Pero había que tomar una decisión inmediata. De repente, y sin consultarlo con mi padre, con los ojos húmedos y el trineo en marcha, mi madre nos dio un beso a cada uno y se lanzó a los lobos.
Mi padre, mis hermanos y yo escapamos. Desde entonces, no pasa un día sin que mire hacia las estrellas y en silencio dé gracias al único ser capaz de regalarme dos veces la vida: mi madre.