Conozco a jóvenes alumnos que no quieren estudiar. Para ellos, la escuela es un obstáculo en sus vidas y no una oportunidad para surgir.
En sus locas cabecitas sólo están las rumbas de fin de semana, los quinceaños, el chateo, el twitter, el facebook o el youtube.
Mientras tanto, las madres sufren; el corazón se les rompe a pedazos cada día, las lágrimas ruedan incontenibles por la desesperación de que sus hijos se les queden atrás y se conviertan en una carga para la familia y para la sociedad.
De nada valen los consejos, los buenos ejemplos, el amor, la unión familiar, el apoyo constante y hasta los castigos y regaños.
A esos estudiantes les doy un consejo que no me han pedido, pero que se los doy por si les sirve de algo:
Cuando se acuesten esta noche, imagínense dónde quieren estar dentro de cinco o diez años. Después de esto, imagínense que no logran sus metas.
Si lo hacen, verán dos escenarios: Por un lado, se verán a sí mismos triunfantes, con un título universitario, ganándose el respeto de todos, manejando un carro propio, comprándose una casa o apartamento, yendo a pasear con sus amigos, también triunfadores, y pasando a buscar a sus padres para llevarlos a pasear.
Por el otro lado, en el escenario de los perdedores, se verán a sí mismos lavando el carro de aquel amigo que tuvo la misma oportunidad de estudiar y que la aprovechó. Ese amigo los mirará por encima del hombro y los rechazará, porque ya no tendrán su respeto ni su aprecio.
Si estudian, vivirán en el primer escenario. Si no estudian, se verán rechazados, fracasados y pobres, no sólo de dinero, sino de amor propio. ¡Ustedes deciden!