Mi prima Arancha tiene 19 años y desde hacía meses tenía preocupados a sus padres. Ella que siempre había sido una niña tan buena.
«Hija, ¿qué haces con el dinero que te doy? ¿En qué te lo gastas?». Ella no respondía, se limitaba a decir que ya no le quedaba dinero. No pocos regaños le dio su padre en esos meses: «¡Claro, seguro que te lo gastas en discotecas con tus amigas!». Ellos, no obstante, le continuaron dando dinero advirtiéndole que se corrigiera.
El conflicto continuó hasta el 23 de marzo, fecha en la que Ramón y Begoña, padres de Arancha, cumplían 25 años de casados. Esa mañana, Arancha se presentó en el comedor, durante el desayuno, con un regalo especial. Con el dinero que ella había ido ahorrando en tantos meses regaló a sus padres un fin de semana de descanso en un lugar turístico, con todos los gastos pagados: los boletos de avión, el hotel y el alquiler de un auto.
No hace falta describir el abrazo que le dieron sus padres, mientras se disculpaban por los regaños que injustamente, pero sin saber, le dieron. Arancha había soportado durante meses reprimendas, había sacrificado la posibilidad de salir con sus amigas, de gastar su dinero en ropas, porque quería dar esta grata sorpresa a sus padres el día de sus Bodas de Plata.
Ese fin de semana en esa isla paradisiaca fue para Ramón y Begoña el mejor de su vida. No tanto por la belleza natural de la isla, sino por la belleza moral de su hija. El regalo mejor, por consiguiente, no fue el viaje, sino el gesto de amor. Ningún regalo material puede ser mayor que el amor.
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