Allí estaba, sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las baldosas rotas de la vereda; manos arrugadas, sosteniendo un viejo bastón de madera; pantalones arremangados y un chaleco de lana tejido a mano. El anciano miraba a la nada. Y el viejo lloró, y en su única lágrima expresó tanto, que me fue muy difícil acercarme a preguntarle.
Por el frente de su casa, pasé mirándolo; al voltear su mirada la fijó en mí, le sonreí, lo saludé con un gesto, aunque no crucé la calle, no me animé, no lo conocía y si bien entendí que en la mirada de aquella lágrima se mostraba una gran necesidad, seguí mi camino.
Esa noche me costó dormir, la conciencia no entiende de horarios y decidí que a la mañana volvería a su casa y conversaría con él, tal como su mirada pedía. Luego de vencer mi pena, logré dormir.
Llamé a la puerta, cedieron las rechinantes bisagras y salió otro hombre. "¿Qué desea?", preguntó, mirándome con un gesto adusto.
-Busco al anciano que vive en esta casa-contesté.
"Mi padre murió ayer por la tarde", dijo entre lágrimas. -¿Murió?-dije decepcionado. Las piernas se me aflojaron y los ojos se me humedecieron.
"¿Usted quién es?", volvió a preguntar y le dije lo que había pasado el día anterior.
No me lo va a creer, pero usted es la persona de quien hablaba en su diario: "Hoy me regalaron una sonrisa plena y un saludo amable... hoy es un día bello".
Tuve que sentarme, me dolió el alma y le dije: Si hubiera cruzado de vereda y hubiese conversado unos instantes con su padre... Pero me interrumpió y con los ojos humedecidos de llanto dijo: Si yo hubiera venido a visitarlo al menos una vez este último año, quizás su saludo y su sonrisa no hubieran significado tanto.
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