Cuando Irving Saladino saltó los 8.57 metros para ganar la medalla de oro en el Mundial de Atletismo, yo no pensé en Panamá, tampoco en la alegría que su triunfo representaba. Pensé en su madre... y lloré.
Tengo que decirlo. Yo no soportaría semejante presión, y admiro a aquellas mujeres que llevan sobre sus hombros un peso tan grande.
Cierto. Es un orgullo para cualquier madre tener un hijo de la talla de Irving Saladino. Las mamás del mundo entero quisieran estar en su lugar.
Pero yo soy egoísta, floja, miedosa, y súper, súper, súper protectora. Para decirlo bien y sin tapujos: no soy buena madre.
No me veo en el cuarto rezando, mientras mi hijo está en la mira del mundo entero, tal como hizo la madre de Irving. No me puedo imaginar pensando en que si sale bien, todo el mundo será su amigo y lo adulará; pero si sale mal, todos le darán la espalda y lo despreciarán.
A decir verdad, el fanático panameño es algo ingrato. Aquí hemos tenido glorias mundiales, como Roberto Durán, y no dudamos en criticarlo en duros términos cuando algo de él no nos satisface. Por eso es que muchos compatriotas triunfan en el extranjero y no en nuestro suelo patrio. De hecho, Saladino es uno de ellos.
Cuando mi hijo, proporciones guardadas, compite en triatlón, el corazón me late desaforado en el pecho. Y no sólo por la ansiedad y el miedo a que no llegue a la meta, sino por el cansancio. Prácticamente, doy brazadas igual que él en la piscina; pedaleo igual que él en su bicicleta, y corro tanto como él en la pista.
¡Imagínenme siendo la madre de Saladino! Ya no viviría para enorgullecerme.
Por eso, esta columna es un homenaje a esa mujer que supo, junto a su padre, inyectar en él, el espíritu de sana competencia y de disciplina para alcanzar sus metas.
A ella, mis respetos y mi máxima admiración.
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