Nunca había demorado tan poco en la ventanilla de Migración para entrar a Estados Unidos. Y jamás, oígase bien, jamás, me habían dejado pasar sin revisarme las maletas.
El primero de los gigantones malcarados que me atendió en el aeropuerto de Miami, apenas me preguntó si Octavio Amat era mi amigo (él pasó primero, igual de rápido); le contesté que sí, que íbamos para la OEA, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y no me dejó terminar porque me cortó la explicación con una risita amiga (¡una sonrisa!... ¡en la Migración gringa!... ¡antes de poner los sellos de entrada!), volvió a mirar la computadora para comprobar sepa Dios qué cosa, y me deseó buena suerte.
En Aduana ni les cuento, pasamos como si se tratara de la Feria de La Chorrera, y más fácil aún, pues ningún policía nos detuvo para palparnos cual urólogo ansioso.
Antes me había sorprendido el tiempo récord en el que me dieron las visas (uso el plural porque los periodistas necesitamos dos para entrar a gringolandia): 24 horas.
Para mí todo esto es un signo, una revelación, la constatación de que en la lucha de EPASA contra Winston Spadafora hay mucho más en juego que la ira que le provocó aquella noticia sobre la carretera que el FIS construyó cerca de su finca, y nuestra creencia de que no hicimos nada de mala fe.
Hay más: estoy seguro de que alguien allá, en las entrañas del Departamento de Estado, le tiene el ojo puesto al caso, por no decir que a Spadafora. Sólo así explico que todo haya sido tan fácil, tan aceitadito: entrar como Pedro por su casa, exponer lo que está pasando en Panamá con un magistrado no muy bien visto y con la libertad de expresión en general, y salir sin contratiempos.
No es que me guste que los gringos se metan; pero, si lo van a hacer, mejor es tenerlos de este lado de la cancha.
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