HOJA SUELTA
La mujer

Redacción | DIAaDIA

Para describir a una mujer, se tienen que usar metáforas. Esta sentencia no es mía, es del gran Rafael Pernett y Morales, el autor de la atrevida novela "Loma Ardiente y Vestida de Sol", que muchos de nosotros leímos en secundaria, y a quien acompañé en un diálogo con adolescentes la semana pasada. Lo dijo reído, mirando de reojo a su esposa y a su hija, quienes estaban gozando en un rincón del pequeño salón de clases donde nos hicimos.

Rafael, galeno de profesión y quien escribió la "Loma Ardiente" en los dos meses que duraron sus exámenes de medicina en la franquista España de 1973, está convencido de que a una mujer no se le puede decir linda y nada más. No se debe hablar de sus ojos negros ni de su piel canela, y punto. Hay que colorear las ideas y comparar esa mirada con el estallido de fuego que sabe regalarnos el sol en las tardes de verano en la Quijada del Diablo, un recodo montañoso que está a mitad de camino entre Chiriquí y Bocas del Toro, provincia ésta donde Pernett tiene su clínica. "La mejor del pueblo", según él, y yo le creo.

Si la premisa de este talentoso escritor es cierta, al referirnos a la expresión severa en el rostro de una mujer celosa, debe echarse mano de imágenes tales como la del mar, roto en mil pedazos, al agitarse en huracanes. Pero no nos imaginemos la escena del final, cuando no queda piedra sobre piedra, ni la del preciso instante en el que el ciclón se está llevando la ciudad a rebencazos. No, en lo que hay que pensar es en la víspera. En ese momento tenebroso cuando el horizonte se va poniendo negro, turbio, y zumba desde lo lejos una brisa catastrófica y helada que te anuncia que pronto, muy pronto, hijito mío, te arrancarán la cabeza.

Y el silencio de tu boca, mujer, triste, porque él no llegará hoy como había prometido, es más que ausencia de palabras: es vacío, precipicio, oscuridad, es esa sensación de abandono que hay en los cementerios a las seis de la tarde.

Sí, creo con Pernett que las metáforas son lo único que sirve para describir una mujer. Sin ellas, sin las metáforas, no podría uno hablar de ese semblante como lago en calma que tienes tú, ni de tu risa de estrellas, bolita de tierra, ni del trigal que se enciende en el rostro de mi madre cuando lee esta columna cada lunes, o del barullo que revolotea en mi alma cuando mis hijas me abrazan.

Sin metáforas no podría decir que eres una espina en mi talón, un trofeo que me dio Dios, el útero para este bebé.

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