Una vez escuché, en una de esas a veces sabias conversas de sobre mesa, que los Estados Unidos de América toleraban que la China continental y popular practicase la piratería de marcas y programas computacionales, simple y llanamente porque bastaba con que cada ciudadano chino se gastase, en promedio, diez centavos de dólar por día en productos estadounidenses, para compensar cualquier otra pérdida. ¿Qué? ¿Los diez centavos de un chinito sí tienen poder? ¿Por qué será?, ¿porque son muchos?, ¿porque pueden dejar de comprar hamburguesas? ¿Así que el comprar o no hacerlo determina las vidas de estados tan grandes, como el chino y el del Tío Sam? ¿Ocurrirá lo mismo en la vida cotidiana de un coloquial ciudadano de a pie?
Me parece que sí. No. ¡Estoy seguro de que sí! Señoras y señores, por favor, reconozcamos que un alto porcentaje de nuestro estrés diario está relacionado con comprar o no comprar.
Hemos perdido la conciencia de que podemos dejar de ser cómplices de nuestras agonías y convertirnos en protagonistas de nuestras liberaciones. ¿Sí? ¿Y cómo? ¿Dejando de comprar hamburguesas? Quizá esa es la clave.
Tenemos que reaprender a conservar el poder y nuestro poder reside en saber que la decisión final de las compras es nuestra. Voy a caer en la tentación de dar un consejo no pedido, en recomendar una estrategia antiestrés. ¿Qué tal si cada vez que vamos a hacer la lista de las compras del mes, antes realizamos un listado de todas aquellas cosas que no necesitamos para ser felices? No es hacer la lista de cosas necesarias para ser felices, es hacer la lista de las cosas que no necesitamos para ser felices.
De repente, ya es tiempo de que comencemos a vernos de otra forma y actuemos, consecuentemente, de otra manera. No sea que nos ocurra lo de Chinda, mi vecina. Hace un par de días, me la topé y me confesó que no tenía con qué poner la paila del mediodía. Le di un solitario dólar y ella me pidió que la acompañara al minisúper del barrio. Allá, lo primero que hizo fue comprar una soda, dizque para bebérsela mientras pensaba qué comprar. Después de la soda, a Chinda le quedaron 75 centavos para el almuerzo. Ya no tenía un dólar, tenía 75 centavos. Después de ese día, no me quedaron ganas de patrocinarle otra paila de mediodía a Chinda; todo por una innecesaria soda.
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