HOJAS SUELTAS
Perfume

Eduardo Soto | Director, DIAaDIA

Lo que más chocaba era el hedor. Era un tufo agrio, de flor podrida, que se metía en la carne e impedía respirar. Aunque ahora, pensándolo mejor, me doy cuenta de que lo que cortaba la respiración era la vergüenza de seguir vivo, mientras flotaba en el ambiente el recuerdo de esos tres chiquillos ahogándose bajo el lodo, entre gritos descorazonados, aferrándose de las manos como si fuera un ritual de salvación, inútil, llamando a mamá, suplicando por un auxilio que no llegó a tiempo.

El sábado por la mañana, cuando el sol tardío levantaba un vapor humillante, quemándolo todo, percibí el olor de la muerte. Por donde uno se metiera hedía. Era una pestilencia de agua sucia, de fosa común, de epidemia, que se agazapaba detrás de las puertas, te cortaba el paso en media calle, saltaba de los techos para caerte encima y estaba colgando de los ojos de todas las gentes, quienes me hablaron con su pena ancha y sin tapujos.

"Mano de Piedra" es una comunidad de pobres en San Miguelito, donde las casas se apiñan unas con otras en un diseño desesperado, histérico. "Parece un nacimiento", diría un escritor desprevenido. "Un nacimiento sin Niño Dios", añadiría, consciente de que el sábado todavía el ángel de la muerte

estaba ahí, orondo, puñetero, con el fango seco pegado a las casas y a todas las paredes, recordándonos que se había llevado a Cristian, Ángelo y a Anthony en un santiamén, mientras dormían.

Cuesta ponerse en los zapatos de esos padres, de los hermanos. No sólo de los niñitos de "Mano de Piedra", sino de todos aquellos que perdieron a alguien, como la estudiante Maritsel que vio venir el final en una cabeza de agua asesina en La Alborada de Tocumen.

Debo decir que por encima del mal olor que se cruzó conmigo en San Miguelito y en Juan Díaz, había un gentío trepado en camiones atestados de colchones, ropa seca, y comida, y agua, y pañales desechables, y leche en polvo, y frazadas... y entusiasmo.

Tenía tiempo que no veía tanto hermoso frenesí. Panamá entera se volcó a las calles para ayudar a quienes perdieron todo. Empresarios y mendigos, viejos y niños, campesinos y oficinistas, pueblo y más pueblo, haciendo fila para entregar su ofrenda.

Por eso había cientos de voluntarios que no durmieron, que estuvieron clasificando donaciones, que se entregaron sin horario ni condiciones, gente de bien que tendió su mano y abrió su corazón para dejar salir el perfume de la solidaridad.

Ciudad de Panamá 
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