Dos abuelos. Cuarenta años de convivencia fecunda y fiel. Se conocían lo suficiente, como para darse todavía la sorpresa de un malentendido. Era justo lo que había sucedido esa mañana. El abuelo era un hombre jovial y bastante espontáneo. Impetuoso en sus reacciones, solía irse de boca cuando decía sus verdades.
La abuela, en cambio, era más paciente, pero también de reacciones más lentas. Por eso, aquel cruce de palabras que la habían ofendido, la llevó a su respuesta habitual: el mutismo.
La discusión se había dado en horas de la mañana. Para la hora del almuerzo, se comió en silencio. El televisor llenó un poco el vacío, sin solucionar el problema.
Al abuelo ya se le había pasado totalmente el mal rato, y quería que le sucediera lo mismo a su compañera. Pero, evidentemente, ésta era de reacciones más lentas. Por tanto, había que encontrar una manera de hacerla hablar, sin que ello significara capitulación por ninguna de las dos partes.
Cuando ya se iban a acostar, al abuelo se le ocurrió una idea. Se levantó con cara de preocupado, y abriendo uno de los cajones de la cómoda, se puso a buscar afanosamente en él.
Sacaba la ropa y la tiraba sobre la cama. Luego de haber vaciado ese cajón, lo cerró con fuerza y se puso a hacer lo mismo con el siguiente. Cuando ya se decidía a hacer lo mismo con el tercero, la abuela rompió el silencio y preguntó entre enojada y preocupada:
¿Se puede saber qué estás buscando?
A lo que contestó su marido con una sonrisa: ¡Sí! Y ya lo encontré: ¡Tu voz, querida!