Jamás olvidaré el día en que mamá me obligó a ir a una fiesta de cumpleaños cuando estaba en tercer grado. Una tarde llegué a casa con una invitación algo manchada de jalea. No pienso ir, dije. -Es una chica nueva que se llama Ruth. Berni y Pat no irán. Invitó a los treinta y seis de la clase. Mamá estudió con extraña tristeza esa invitación hecha a mano. De pronto anunció: Bueno, tú irás.
Llegó el sábado, me sacó de la cama para que envolviera el regalo: Un bonito juego de peine, espejo y cepillo, de color rosa perlado. Luego me llevó en su viejo automóvil amarillo. Ruth abrió la puerta, en la mesa vi la torta más grande de mi vida. Estaba decorado con nueve velas rosadas, un "Feliz Cumpleaños Ruthie" bastante desmañado. Rodeaban la torta treinta y seis tazas llenas de chocolate casero, cada una con su nombre.
-¿Dónde está tu mamá? - Bueno, está medio enferma. - Ah. ¿Y tu papá? - Se fue.
Nadie llegó a la fiesta. -¿Para qué queremos a los otros? le dije. Empezamos por la torta. Le canté el Feliz Cumpleaños.
Al mediodía llegó mamá.
- ¡Gané todos los juegos! Bueno, la verdad es que Ruthie ganó algunos premios, pero me los cedió.
Le encantó el juego de tocador, mamá. Yo era la única. Mamá detuvo el coche junto al cordón y me dijo ¡estoy orgullosa de ti!
Ese día descubrí que una sola persona puede cambiar las cosas.
Obra de modo tal que, en tu paso por la vida de los demás, sólo siembres amor.
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