Un día, todos los colores de una caja de pintura entraron en guerra. Por supuesto, el odio y la batalla empezó, porque cada uno pensaba que era mejor que el otro.
El amarillo no paraba de jactarse de su valor, su precio, pues, según le decía a todos en la mesa de pintar, el oro es el elemento más valioso de todos y provoca en los hombres y mujeres deseos de tenerlo y lucirlo en todo momento.
El rojo alzaba su voz y decía que no había nadie como él por su fuerza y poder, ya que es lo que más está en las guerras.
El verde no se cansaba de alabar la naturaleza, donde él era el rey.
Bueno, cada uno hablaba tanto de sí que se pelearon mucho, con la terrible consecuencia de que el mundo se fue quedando sin colores, se acabó de un momento a otro la gracia en la vida y se extinguió la belleza.
Los hombres y mujeres de este mundo gris (que más que gris era transparente por la falta de colores) se reunieron para ver qué se podía hacer sobre el caso.
Decidieron entonces pedirle a Dios un favor, que les creara un símbolo de paz, y Dios así lo hizo: Les creó al mundo, a los hombres y a los colores, el arcoiris.
En él, la humanidad colocó cada uno de los colores y les mostraron los resultados.
La armonía de los diversos tonos daba una belleza difícil de encontrarse, algo mágico y soñador; al percatarse de que cada uno tenía algo que complementaba al otro y cada uno tenía un valor específico, los colores pararon la guerra y nunca volvieron a pelear.
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