La vida en un bus

Eduardo Soto | Director, DIAaDIA

Cogíamos el bus en Santa Ana ella y yo, y le dábamos la vuelta a la ciudad, acaramelados en el último puesto del "diablo rojo" más pretty del momento, bautizado con un nombre de una mujer que hoy no recuerdo, y que iba y venía de Pedregal a velocidad de cohete. A mí me gustaba la música y me gustaba ella. Era una chiquilla con un perfil blanco y delicado, de cabello oloroso a jazmines y mar, y con una boquita de ángel con la que no sabía dar besos, por lo que tuve que emprender la ardua misión de iniciarla en esas artes.

Mientras el autobús se desmadraba por la avenida, ella y yo nos hacíamos invisibles en ese rincón del "diablo rojo" , abrazaditos y contentos, haciendo el ejercicio de labios que moja el amor, oliéndonos la felicidad de ser grandes y libres, mientras la ciudad pasaba rauda allá afuera, con sus colores y sus gritos. Y si algún iluso se le cruzaba por enfrente, el bus sonaba su bocina de barco y se le iba encima para desmolecularizarlo.

Una que otra vez, tuvimos que bajarnos de urgencia por una pelea, la captura de algún ladrón o porque se nos acababa el tiempo y teníamos que volver al barrio, donde nos separábamos con ganas locas de volver a vernos al día siguiente en Calle 12, y montarnos en nuestro carrusel particular.

Sí, los otros que iban en ese bus, que para nosotros era el crucero del amor, no la pasaban tan bien. Lucían apretados, hediondos, asustados por la posibilidad de que les robaran la cartera, hartos de que el de al lado les estuviera rozando la humanidad con el cuerpo entero. Nosotros no poníamos atención, ¿para qué?

Lástima que esos tiempos pasaron. Qué triste que hoy el bus sea una zona roja rodante, donde te pueden matar de un tiro y, para colmo, ahora los buseros quieran que pagues una fortuna para dar una vuelta en el carrusel. Aún así, el gusto no se me quita, y a lo mejor a ella tampoco.

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