Cuando yo era adolescente, en cierta oportunidad, estaba con mi padre haciendo cola para comprar entradas para el circo.
Al final, sólo quedaba una familia entre la ventanilla y nosotros. Esta familia me impresionó mucho. Eran ocho chicos, todos probablemente menores de doce años. Se veía que no tenían mucho dinero. La ropa que llevaban no era cara, pero estaban limpios. Los chicos eran bien educados. Hablaban con excitación de los payasos y los elefantes. Se notaba que nunca habían ido al circo. Prometía ser un hecho saliente en su vida.
El padre y la madre estaban al frente del grupo. La empleada de la ventanilla preguntó al padre cuántas entradas quería. Él respondió con orgullo: "Por favor, deme ocho entradas para menores y dos de adultos". La empleada le indicó el precio.
La mujer soltó la mano de su marido, ladeó su cabeza y el labio del hombre empezó a torcerse. ¿Cómo iba a darse vuelta y decirle a sus ocho hijos que no tenía suficiente dinero para llevarlos al circo?
Viendo lo que pasaba, papá puso la mano en el bolsillo, sacó un billete de 20 dólares y lo tiró al suelo. (Nosotros no éramos ricos en absoluto). Mi padre se agachó, recogió el billete, palmeó al hombre en el hombro y le dijo: "Disculpe señor, se le cayó esto del bolsillo". El hombre se dio cuenta de lo que pasaba. No había pedido limosna, pero sin duda apreciaba la ayuda en una situación desesperada. Miró a mi padre a los ojos, con sus dos manos le tomó la suya, apretó el billete, y con una lágrima rodándole por la mejilla, replicó: "Gracias, gracias señor". Papá y yo volvimos a nuestro auto y regresamos a casa. Esa noche no fuimos al circo, pero no nos fuimos sin nada.
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