Un hombre sintió que debía ir a la ciudad de Kammir. Él siguió ese impulso repentino. Partió. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina le llamó mucho la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había árboles, pájaros y flores.
Caminó entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Descubrió sobre una de ellas, esta inscripción: "Aquí yace Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días".
Se sobrecogió al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra, era una lápida. Había muchas así y dedujo que se trataba de un cementerio de niños. Lo que más lo espantó fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los 11 años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio, que pasaba por ahí, se acercó. Le preguntó si lloraba por algún familiar. No, dijo el hombre. ¿Qué pasa con este pueblo? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar?
El anciano respondió: Puede usted serenarse. Lo que sucede es que aquí tenemos una vieja costumbre: Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta. Cada vez que uno disfruta intensamente de algo, anota en ella: a la izquierda, qué fue lo disfrutado... a la derecha, cuánto tiempo duró el gozo. ¿Horas? ¿Días? Así... vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos.
Cuando alguien muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba, porque ese es el único y verdadero tiempo VIVIDO.
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