Esta historia llegó a esta redacción en un buen momento: la campaña de la cinta rosada. Por eso, la publicamos aquí:
Me encontraba haciendo el amor con una mujer bellísima, realmente bella.
Tocarla, sentir sus besos, hinchaba mi corazón de alegría. En verdad, esta mujer era hermosa, muy hermosa.
Ella tenía una cicatriz de 50 cms., precisamente donde antes hubo un voluptuoso busto. Su espalda y su pecho presentaban profundas quemaduras negras, imposibles de ignorar en su bella piel; su cutis lucía pálido, seco, cansado, no tenía cabello ni cejas. Esa mujer era mi esposa, llevaba 2 años con cáncer de mamas y había estado sometida a intensas sesiones de quimioterapia, que le habían hecho perder el cabello y secado la piel.
Las radiaciones que recibió la habían quemado y tuvieron que mutilarle la parte izquierda de su busto, en un desesperado esfuerzo por evitar la metástasis.
Para cualquier hombre, esa mujer era un monstruo, pero para mí, era la mujer más hermosa que podían ver mis ojos y sentir mi cuerpo. Yo la amaba, de verdad, la amaba mucho. La conocí en las fiestas patronales de su pueblo y ella era la reina de esas festividades.
Nuestras bodas de plata las celebramos en casa. Compré una botella de champaña, saqué el par de copas de nuestra boda, le regalé un ramo de rosas rojas y bailamos como pudimos, con la música de Leo Dan; tiernamente hicimos el amor como nunca. Esa noche murió... Cuando amas profundamente, amas aun en la vejez, y algún día amarás después de la muerte.
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