Tengo la buena o mala suerte de ser vecino de mi hermana menor. Ella cría perros sin raza, los famosos tinaqueros, y le he dicho que esos sacos de pulgas no asustan a nadie y me contesta que puede que no detengan a un fornido delincuente, pero le avisan que algo está pasando.
A la luz de esa filosófica respuesta, podríamos darle al verbo ladrar un nuevo significado, algo aproximado a la protesta profética, o bien, al discurso insistente sobre un inconveniente en particular. Suena media tosca esta comparación. Pero ladrar para señalar la proximidad de una nueva maldad o el regreso de una antigua, es una metáfora grosera que pretende ser conveniente.
Generalmente los ladridos terminan por ser aborrecidos. ¡Cuántas maldiciones no les lanzó a los sacos de pulgas de mi hermana cuando insisten en ladrarle a toda sombra! Muchas veces el común de los mortales busca reemplazarlos por cascabeles melodiosos. Para las apáticas y desinformadas masas ladrar no tiene objeto. Sin vislumbrar posibilidades de superar el problema, prefiere no enterarse del mismo. ¿Entonces?
Por suerte, ser masa no es una condición irreversible. Siempre hay personas, como mi hermana, con el oído presto y atento. Puede que no los veamos y que nunca sepamos de ellos, pero por ahí andan. Esa es nuestra convicción de fe.
De repente de eso estamos hablando. De voces no escuchadas por los adultos convertidas en el faro que evita el naufragio; todo porque un niño escuchó los ladridos.
De repente de eso estamos hablando. De que un cerebro, gracias al ejercicio de reflexión provocado por el ladrar, realice interconexiones neurológicas y despierte. No hay control sobre quien escucha, ni que efecto tiene lo escuchado. Pero cuando una mente empieza a funcionar, cualquier cosa puede pasar.
De repente de eso estamos hablando. De que el intruso sepa que es posible que el dueño de la casa se puede despertar y sorprenderlo en plena faena delictiva. De repente ladrar sí sirve de algo.
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