Hace mucho, muchísimo tiempo, las plantas aún no tenían flores. En ese entonces vivía en el sur una bella niña tehuelche llamada Kospi, de suaves cabellos y dulces ojos negros. Una tarde de tormenta, cuando el fulgor del relámpago iluminaba todos los rincones de la tierra, Karut (el trueno) la contempló asomada a la entrada del Kau (toldo) de sus padres.
La vio tan hermosa que, a pesar de que él era rústico, hosco y bruto, se enamoró locamente de ella. Ante el temor de que la linda niña lo rechazara, la raptó y huyó lejos, retumbando sobre el cielo, hasta desaparecer de la vista de los aterrados padres de la chica.
Al llegar a la alta y nevada cordillera, la escondió en el fondo de un glaciar. Encerrada allí, se convirtió en un témpano de hielo y se fundió con el resto del glaciar. Tiempo después, Karut quiso visitarla y, al comprobar su desaparición, se enfureció terriblemente y lanzó bramidos de desesperación.
Así, Kospi se transformó en agua y corrió de prisa montaña abajo en torrente impetuoso. Luego se deslizó por los verdes valles y empapó la tierra.
Al llegar la primavera, su corazón sintió ansias de ver la luz, de sentir la cálida caricia del viento y de extasiarse contemplando el cielo estrellado por las noches. Trepó despacio por la raíz y tallo de las plantas y asomó su preciosa cabecita en las puntas de las ramas, bajo la forma de coloridos pétalos.
Habían nacido las flores. Entonces, todo fue más alegre y bello en el mundo. Por ese motivo es que los tehuelches llamaron Kospi a los pétalos de las flores.