Juan sólo tenía seis años y quería tener un reloj de pulsera. Cuando se lo regalaron por fin, en Navidad, estaba impaciente por enseñárselo a su mejor amigo, José. La madre de Juan le dio permiso, y cuando su hijo salió de casa le hizo esta advertencia:
Juan, ahora llevas tu reloj nuevo, y sabes leer la hora. De aquí a casa de José llegas andando en dos minutos; así que no tienes excusa para llegar tarde a casa. Vuelve antes de las seis para merendar.
Sí, mamá -dijo Juan mientras salía corriendo por la puerta.
Dieron las seis, y ni rastro de Juan. A las seis y cuarto no había aparecido todavía, y su madre se irritó. A las seis y media seguía sin aparecer, y se enfadó. A las siete menos diez, el enfado se convirtió en miedo. Cuando se disponía salir a buscar a su hijo, se abrió despacio la puerta de la calle. Juan entró en silencio.
¡Ay, Juan! -le riñó su madre-. ¿Cómo has podido ser tan desconsiderado? ¿No sabías que yo me iba a preocupar? ¿Dónde te has metido?
He estado ayudando a José.... -empezó a decir Juan.
¿Ayudando a José?, ¿a qué? -le gritó su madre.
El pequeño empezó a explicarse otra vez:
A José le han regalado una bicicleta nueva por Navidad, pero se cayó de la acera y se rompió y...
¡Ay Juan! -le interrumpió su madre-, ¿qué sabe de arreglar bicicletas un niño de seis años? Por Dios, tú....
Esta vez fue Juan quien interrumpió a su madre.
No mamá. No quise ayudarle a arreglarla. Me senté a su lado y le ayudé a llorar...