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ENTRE NOS
Ay, juventud...

Elizabeth Muñoz Lao | Editora General

¿Por qué será que se nos hace prácticamente imposible romper los cordones umbilicales que nos unen con una primera juventud bonita, divertida, feliz?

No sé ustedes, pero yo disfruto enormemente ver álbumes de mis tiempos de estudiante, cuando me ponía el mismo vestido todo el tiempo porque no tenía mucho de donde escoger. Sin embargo, yo me sentía bonita; me parecía que desfilaba en las pasarelas de París y alzaba el pecho, la espalda y la barbilla cual modelo de Versace.

Aún hoy, abro el clóset del cuarto de mi mamá para ver las "maxis" que usé cuando fui dama de quinceaños, la que usé para el baile de graduación, las que llevé como dama de dos bodas... ¡las guardo como oro en polvo!

Me vestí con ellas hace 70 libras menos y más de 30 años atrás, pero qué lindos recuerdos me traen.

Recuerdo especialmente una que vestí cuando fui dama del quinceaño de una buena amiga. Era celeste, de "poliéster" con un adorno plateado debajo de los senos. Me hicieron un peinado con bucles y rizos, y me maquillaron. Nunca me había puesto nada en la cara. Me sentía regia.

¿Y saben qué? Esa noche fue mágica. Entre tantas jovencitas bonitas, el chico guapo de la noche me eligió para acompañarme como caballero.

Claro, ahora madura y con la capacidad de reírme de mí misma, caigo en la cuenta de que mi amiga hizo que el pobre muchacho fuera mi caballero, y que el traje de poliéster no se veía tan sofisticado al lado de los de organza de otras damas del quinceaño.

Sin embargo, cuando miro el vestido lo único que recuerdo es que ese día fui feliz, que el joven de apellido Douglas se portó como un caballero con su armadura y que al final me llevó hasta mi casa, siempre bajo la supervisión de mi mamá. Esos fueron tiempos bonitos, candorosos, sin malicia, y los vestidos son solo un enlace del pasado con el que construí mi futuro.





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