"El fin de la educación no es hacer al hombre rudo, por el desdén o el acomodo imposible al país en que ha de vivir, sino prepararlo para vivir bueno y útil en él". José Martí
Vivimos en sociedad. Dependemos directa o indirectamente de ella. Siempre. Hasta el ermitaño llega a su aislamiento con mucha información obtenida socialmente. Eso nos obliga a ser agradecidos. Pero, si se tiene la mala fortuna de pertenecer a una comunidad mezquina, una que en vez de superar el fracaso, pretende disimularlo, ¿qué debe hacer el individuo?, ¿abandonarla y salvarse de la mediocridad o quedarse y tratar de sobrevivir junto a sus seres queridos? Responderme es muy difícil.
Hace muchos años y en plena crisis económica de los ochenta, me refiero a la crisis que precedió a la invasión militar estadounidense de 1989, un amigo me preguntó mi opinión sobre si era correcto o no mudarse de país. Mi respuesta fue un rotundo, contundente y vociferante: ¡no! ¡Que abandonar el país no era cosa de patriotas! Mi amigo me hizo caso y por suerte, él tuvo las virtudes necesarias para tener éxito profesional aquí en el Panamá de la post-invasión. De lo contrario, yo tendría un gran cargo de conciencia. He visto morir los sueños de otros amigos.
Sí, en estos últimos veinte años, he sido testigo de cómo hay gente que se ha echado al abandono y que no quieren asumir responsabilidades. ¡Y lo peor! De cómo abusan de aquellas personas diligentes que están preocupadas por resolver la problemática comunal. ¿Puede existir solidaridad sin justicia? ¿La lealtad que le debemos a nuestra familia y a la patria implica anularnos? ¿No es mejor huir antes que amargarse? Ya no me atrevo a señalar como traidor a quien decida abandonar su comunidad. Pero sé que la gente buena abunda. Aunque no soy cristiano practicante, la parábola del sembrador me ayudó a salir del dilema. Quien quiera hacer algo por la patria, lance semillas buenas y confíe en que otros serán la buena tierra. El abandonar o quedarse dentro de una comunidad sólo depende de la confianza.
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