Gustavo ya ni se acordaba de por qué se había enojado con su hijo Rodolfo, pero continuaba molesto y no podía evitarlo. Se sentía muy frustrado con el muchacho. Una y otra vez descargó su ira hasta quedar exhausto, e inmediatamente se sintió culpable por su conducta.
Mirando los ojos de Rodolfo, llenos de lágrimas, Gustavo le dijo: "Hijo, siento mucho haber perdido la paciencia. Estuve mal por haberte gritado y estuve mal por enojarme, a pesar de lo que hiciste. Por favor, perdóname."
Sin dudarlo un instante, Rodolfo le contestó: "No te preocupes, papá, ¡Jesús te perdona y yo también!".
Rodolfo se arrojó en los brazos de su papá. Se dieron un fuerte abrazo, mientras el bálsamo sanador del perdón se derramaba sobre ambos. Los unía un lazo muy fuerte, capaz de resistir las desavenencias entre padre e hijo; era un vínculo que se hacía más fuerte por la fe que compartían. Era como si el desarrollo de Rodolfo estuviese forzando a Gustavo a enfrentar su propia conducta en su niñez y hacer algunos cambios.
Gustavo estaba muy consciente de que su hijo analizaba cada una de sus acciones, y él quería ser un buen padre. Le pidió a Dios que lo ayudara a ser un buen ejemplo. Todavía está luchando con su carácter e impaciencia, pero se ha comprometido a cambiar su conducta. Las palabras de su hijo lo alentaron y lo hicieron sentirse más humilde.
No es asunto de merecerlo o no, si pedimos perdón, lo recibiremos.